Emilie Smith
emilietsmith@gmail.com

Una platica compartida con SICSAL – Republica Dominica, 23 marzo de 2012.
Mi primera presentación publica como co-presidenta de SICSAL.

Algunos de mis muy queridas compañeras y compañeros salvadoreños se podrían sentir molestos al escuchar este pronunciamiento: el queridísimo San Oscar Romero no es de El Salvador. En verdad, no es San Romero de las Américas. Ni es San Oscar Romero del mundo. El alma y el espíritu, el esfuerzo y el poder de la memoria y de la presencia actual de este gran hombre ya, desde su vida en la tierra, pertenecían al Reino del Dios del Amor.

Todos conocemos la historia. Si no tuvimos la bendición de conocerlo en vida, hemos escuchado cómo este hombre, humilde de carácter y sin embargo firme en su protección a los más vulnerables y en su denuncia a los malhechores de su tiempo, fue asesinado en el altar. Dicen que cabal en el momento de pronunciar las palabras sobre el cáliz: “Hagan esto en memoria mía”. Y que la sangre de nuestro Obispo se derramó en el suelo del santuario, uniéndose a la sangre misteriosa del Salvador del Mundo.

En este momento, habiendo recibido la gracia de ser fiel siervo del Señor en vida, y con su misión acá en el mundo cumplida, San Oscar empieza ya su estado vital de mártir. ¿Qué es, pues, ser mártir, y qué tiene que ver con la vida de los humanos de hoy, sus iglesias, su fe, y las luchas en nuestro planeta? La traducción literal de la palabra mártir del griego quiere decir testigo, alguien que vio algo, y da su testimonio, hablado o escrito, de esta experiencia. Pero podemos ver que desde el principio de la era cristiana, el concepto de mártir tenía un sentido mucho más profundo que sólo ser testigo. Más bien, ser mártir era ser alguien que recibió las Buenas Nuevas, y que actuaba de acuerdo con esta revelación y que pagó las consecuencias de esta decisión.

Los primeros mártires, aunque talvez no fueron nombrados así, son los mismos seguidores de Jesús, los más cercanos. Escuchamos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, que Pedro y Juan son llamados ante el Consejo de las autoridades. Después de un fuerte examen, les prohíben actuar en el nombre de Jesús. Les prohíben curar a los enfermos, o proclamar la nueva sociedad que ya brotaba entre las comunidades de creyentes.

Por supuesto, los dos apóstoles rechazan esta prohibición. No tienen opción. Han entendido, al fin, lo más profundo del propósito de la venida de Dios a este mundo de mujeres y hombres. Con este conocimiento, era preciso proclamarlo. No se podían quedar calladitos, escondidos, en cuartos oscuros, orando nada más. La fe en Jesucristo como Dios Creador del universo entero, venida a ser la parte más sencilla de su creación, es una fe que nos obliga a actuar. Esta fe para ser verdadera requiere acción en favor de los marginados, los pobres, los oprimidos, los que siempre han sido pisoteados por las oligarquías de los que tienen dinero, y el poder de este mundo.

Los apóstoles actuaron con otro poder –el poder de la vida, el poder de Dios– y llegaron a su fin, no sorprendentemente, por muerte violenta. El martirio, entonces, es este actuar, este encarnar la vida de Jesús hasta su máxima expresión. De ser como Él, en todo sentido de la palabra, de vivir como Él, actuar como Él en la forma más inclusiva y con un amor sin lugar para el odio. Y si es necesario, morir como Él.

Con la evolución de la Iglesia y su acercamiento al Estado, la posición de los que actuaban a favor a los oprimidos y sufrían sus consecuencias, también cambia. Ahora la misma Iglesia se encontraba en una posición de poder. Desde entonces, cambia el enfoque del martirio. Ya no es tanto el resultado de actuar como Jesús, sino que empieza a convertirse en un asunto meramente de piedad. Sin embargo, en cada época salían las voces de los que hablaban y actuaban a favor a los pequeños, y siempre había su respuesta, desde los mismos sitios de poder mundial.

Ahora bien, la Iglesia es una creación humana, inspirada por Dios y su Espíritu Santo, y sin embargo, humana. Luego vienen las divisiones de la Iglesia. Primero este-oeste, y luego en el oeste con el movimiento protestante, la división entre la Iglesia Católica y los sinfines de otras iglesias (luteranas, anglicanas, presbiterianas, calvinistas, anabaptistas, metodistas, entre otras). Entre todos ellos empieza el horror de las guerras entre las diferentes facciones cristianas, y los miles y miles de muertos que vienen con estas rupturas. Los muertos en estas guerras inútiles (como lo son todas las guerras) no pueden ser llamados mártires. Más bien son víctimas de la estupidez y el pecado humano.

Pero Dios es maravilloso. A pesar de la magnitud de nuestros pecados nos sigue llamando a la vida. En cada generación están los que oyen su voz de amor, de hermandad, de compasión, de humildad. Y están los que oyen el llamado a ser constructores de un mundo donde reina la justicia, la igualdad, y una verdadera paz.

Cuando digo a la gente en Santa Cruz del Quiché, mi querido pueblo en el altiplano de Guatemala, que trabajo con la iglesia, lo primero que quieren saber es si es la Iglesia Católica o la Iglesia Evangélica. Allí empieza una larga discusión. Por complicadas razones históricas, la Iglesia Anglicana se sitúa en medio de las dos, con una parte más parecida a la Iglesia Católica, y otra parte más con la Iglesia Evangélica.

“Pero sí tenemos Santos, la Virgen María, los Mártires”, les digo.

Hace casi catorce años en la gran iglesia anglicana, Westminster Abbey, en Londres, Inglaterra, una nueva colección de estatuas fueron presentadas, retratando a 10 de los mártires del siglo veintiuno. Es una representación ecuménica, con mártires de varias tradiciones. Entre las figuras representadas están el pastor y teólogo alemán, Dietrich Bonhoeffer, asesinado por los nazis en abril de 1945; Martin Luther King, pastor bautista estadounidense y líder del movimiento por los derechos civiles de los pueblos afro-americanos, asesinado en 1968; Janani Luwum, Primado de la Iglesia Anglicana en Uganda, defensor de los pobres y reprimidos, asesinado por las fuerzas gubernamentales de Idi Amin en 1977; y nuestro mártir de las Américas, Oscar Romero, asesinado hace ya 32 años.

A estos grandes hombres, es preciso y necesario agregar miles y miles de nombres más, de mártires verdaderos, hombres y mujeres que murieron en nuestras generaciones, con amor y convicción en sus corazones, puros y completos en su compromiso de seguir a Jesucristo.

Hace poco más de una semana fui con mi amigo Maco a la conmemoración de los 30 años de una de las muchísimas masacres que ocurrieron durante la guerra en Guatemala. Esta masacre en el altiplano central, en la región Maya-Achí, en un pueblo que se llamaba Río Negro, fue de 177 muertos, puras mujeres y niños. Ahora, con mucha delicadez, no diría yo que éstas eran todas mártires cristianas. Eran víctimas, santas inocentes, y como lo diría el teólogo Jon Sobrino, son justamente el pueblo crucificado. Pero en esta montaña, donde pasamos la noche entera (en un hotel de 1000 estrellas, dijo Maco) compartimos la comunión con estos santos muertos, y llegué a entender un poco más sobre el misticismo de la muerte y la resurrección.

Estos muertos en la masacre de Río Negro, los 200.000 muertos y 44.000 desaparecidos en la guerra guatemalteca, los 100.000 muertos en la guerra salvadoreña, los 30.000 desaparecidos en la guerra sucia de Argentina, los miles de chilenos asesinados por Pinochet, los miles de muertos en México, Honduras, Colombia, Perú, Haití, y aquí durante las dictaduras en la República Dominicana, todas éstas, nuestra gente, humilde, inocente, luchadora, gente buena, gente pecadora, pero gente todavía, enamorados de la vida, están de una forma misteriosa, presentes con nosotros y nosotras, las que vamos tras ellos. Son nuestra gente y los llevamos toda la vida, cargados a tuto.

Entonces, San Romero, nuestro San Romero de la Creación, lo cargamos, vive aún. El misterio de San Romero, de todas las santas y santos, es que ellos llegaron a entender la revelación de Jesús. La vida, la vida, la vida… Nuestra salvación, nuestra redención, reside allí, allí, allí, en esta tumba vacía, en esta tumba blanca por fuera y por dentro, esta tumba limpia, tumba hecha cuna de nueva vida, hecha centro de celebración, del poder del amor. La vida brotará. Las Iglesias del mundo han sido invitadas a esta fiesta. Nos han invitado a decir sí a la vida, a hacer una fuerza de verdad. En contra de la muerte, la codicia, la minería, en contra de un mundo construido en las bases de una economía de destrucción. Nuestra gente ya se enfrentó con estos demonios de la muerte. Nuestra gente mártir ha ganado para nosotros el cielo.

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